Comentario
Durante el reinado de Felipe III y gran parte del de su sucesor Felipe IV, la arquitectura definió un nuevo lenguaje que, sin olvidar la tradición anterior, puso las bases del estilo barroco español del siglo XVII. Un estilo peculiar, fuertemente arraigado en lo nacional, aunque no ajeno a influencias foráneas, como los recuerdos flamencos heredados del XVI o la presencia de modelos italianos, vinculados principalmente a las construcciones jesuíticas.Los diseños y estructuras de esta etapa perduraron hasta la siguiente centuria, sin sufrir cambios sustanciales, tanto en la tipología religiosa como en la civil, apreciándose como única nota evolutiva a destacar en el transcurrir del siglo un creciente interés por la ornamentación Los edificios son concebidos con evidente geometrismo y sencillez, pero se apartan de la rigurosa severidad herreriana mediante la valoración plástica de los volúmenes y la aplicación de elementos decorativos a los muros, lo que confiere a las superficies el carácter pictórico propio del Barroco.También como consecuencia de los planteamientos ideológicos imperantes en el arte barroco, la arquitectura adquiere en estos momentos una función representativa, pero no en relación con el tratamiento del edificio aislado -lo cual ya había sucedido en épocas precedentes-, sino vinculando su expresión a la imagen de la ciudad.A causa de la situación política y de los problemas económicos ya comentados, este nuevo concepto arquitectónico sólo fue aplicado, y de forma incompleta, a Madrid, donde la monarquía impulsó una serie de construcciones para dotar a la villa de la fisonomía y del carácter monumental propios de una capital. La reforma del Alcázar, la Plaza Mayor, la Cárcel de Corte y el Palacio del Buen Retiro son algunos de los ejemplos que configuraron el Madrid de los Austrias, una ciudad que careció de la planificación urbanística unitaria llevada a cabo durante la época barroca en otras ciudades europeas -Roma, París, Turín-, pero que a lo largo del siglo XVII logró convertirse en el símbolo político del poder de la monarquía, en la imagen de la corte y en el escenario adecuado para la expresión de las creencias y la forma de vida de un pueblo. Por ello, y a pesar de la importancia que en estos momentos tuvo la arquitectura civil, las construcciones religiosas también contribuyeron de forma decisiva a la configuración del Madrid barroco, hasta tal punto que la ciudad-convento prevaleció en muchos aspectos sobre la ciudad-capital.Precisamente uno de los primeros y más relevantes edificios levantados en la villa fue el monasterio de la Encarnación (1611-1616), ejemplo característico no sólo de la tipología de las iglesias conventuales españolas, sino también de la profunda vinculación que en la España del XVII existió entre el mundo civil y el eclesiástico, ya que fue fundado por la reina Margarita de Austria siguiendo la costumbre, tradicional entre la monarquía y la nobleza hispanas, de patrocinar construcciones religiosas.Este convento de agustinas recoletas era atribuido a Gómez de Mora hasta que recientes descubrimientos documentales le han relacionado con el fraile carmelita fray Alberto de la Madre de Dios (activo entre 1606 y 1633). Este arquitecto, dedicado especialmente a llevar a cabo obras de su orden, colaboró a partir de 1609 con Francisco de Mora en la villa de Lerma, encargándose de la dirección de los trabajos tras el fallecimiento de éste. Allí concluyó el palacio ducal y construyó los conventos de Santo Domingo y San Blas, lo que le proporcionó fama y prestigio. Probablemente por esta circunstancia y porque su estilo poseía una clara relación con el de Mora, fue elegido para realizar las fundaciones de patronazgo real que éste proyectaba cuando murió. Así debió de suceder con la iglesia de agustinas de Santa Isabel de Madrid, comenzada en 1611 aunque después reconstruida por Gómez de Mora, y con el propio convento de la Encarnación. El interior de la iglesia sufrió importantes alteraciones tras el incendio acaecido en el siglo XVIII, pero la fachada, perfectamente conservada, presenta una evidente dependencia del modelo creado por Mora en San José de Avila (1608). El diseño vertical, con tres cuerpos y rematado por frontón, y el pórtico tripartito así lo demuestran, aunque en esta ocasión la estructura se desarrolla en un único plano, al igual que en los conventos de Lerma. El ritmo alterno de elementos decorativos y de espacios llenos y vacíos completa la peculiaridad de este modelo que se convirtió en el más frecuente y característico de las iglesias conventuales del XVII español.